Las paralelas que se tocan

25 de octubre de 2008

INTERINOPATIA

¿Exagerado? No. Esto es lo que siente un interino (osease yo) mirando las listas de sustituciones.



¿Te sientes identificada, Sus?

Que estrés, por Dios.

21 de octubre de 2008

SE ACABÓ LO QUE SE DABA



Llegó el momento de decir BASTA. Sí. Es hora de pronunciar un inquebrantable NO.
Que la vida es breve: sin duda.
Que un clavo saca otro clavo: por supuesto.
Que no mires atrás: pues eso.
Que a rey muerto rey puesto: joderrrr ,que vale, que no es fácil, pero no te quedes a verlas venir.
Que mejor sola que mal acompañada: bueno, habrá quién piense que por lo menos es algo.
Que de mayor quiero ser mujer florero: como diría una amiga mía, soy alérgica a las flores.
Que haz el bien y no mires a quién: ¡Y un cuerno!

Ya está. Se acabó lo que se daba. PFFFFFFFFFFFF.

18 de octubre de 2008

HOY NO QUIERO DISCUTIR

¿Recuerdas?
Solos tú y yo.
Uno de esos momentos interminables
en el que se pierde la cordura por un instante
y el amor se transforma en reproche.
Dolor...
Palabras que quedan suspendidas
y se envuelven en un halo de desesperada huida hacia tus sentidos.
Ansían ser escuchadas,
pero sangran tanto
que hieren a su paso, arrasan...
En verdad,
no recuerdo que fue lo que pasó,
cuál fue el origen de la discusión
(más bien mía que de los dos).
Sí recuerdo, en cambio,
que tú, sereno,
me pediste:
"Escucha, por favor".
Al cabo de unos segundos comenzó a sonar esta canción.


15 de octubre de 2008

QUISIERA

Como quisiera poder vivir sin dudas,
pero las tengo.
Como quisiera poder calmar mis miedos,
tornarlos ecos.
Como quisiera borrar malos recuerdos,
dejarlos lejos.
Como quisiera no ver lo que a veces veo,
mis ojos ciegos.
Como quisiera
escapar,
volar,
apagar la voz de mis pensamientos
y poder gritar
lo que deseo
pero en silencio.



14 de octubre de 2008

MUCHO MEJOR

Hoy me siento un poco mejor.
Los días no parecen tan largos y, aunque aún no he descubierto para que, creo que puedo resultar útil en algunos momentos.

De verdad, me siento mejor.
He conseguido pasar la frontera de la monotonía, por lo menos mentalmente, y, poco a poco, siento bullir en mí la necesidad de dejar de lado las inmensas ganas que, hasta hace poco, tenía de sumirme en un profundo sueño.
Dormir para no pensar, para no tener que que afrontar la pesadilla de despertar y preguntarme ¿y ahora qué?.

No lo duden, me siento mejor.
He descubierto que es posible vivir sin cuestionarse nada, vivir sin preocupaciones, vivir ajeno a las obligaciones, con sosiego, vivir simplemente viviendo.

Lo digo en serio, me siento mejor.
Mi rostro se muestra sereno, mis ojos me devuelven una mirada viva cuando me miro al espejo, hasta guapa me veo.

Es indudable, me siento mejor.
El silencio, la soledad, la angustia, el miedo, se han marchado... Sólo cabe preguntarse ¿hasta cuándo?

Mejor no saberlo, mucho mejor.


9 de octubre de 2008

LOS HOMBRES DE ELE

Si no te conociera y me contarán lo que yo ya sé, pensaría "ummmm, buen argumento para un culebrón".
Sé que los hombres piensan lo mismo de nosotras: que es imposible comprendernos, pero nena, una cosa es que nosotras seamos complicadas y otra es que compliquemos aún más lo que ya de por sí viene como escapado de una película de Ciencia Ficción.

Creo que en tu pensamiento existen fundamentalmente dos tipos de hombre:

Hombre 1: Uno que sea como yo pero "levemente" inferior.

Hombre 2: ¡Ah! ¿Pero existe?

En algún lado está, seguro, pero (como ya te dije una vez) ¡No olvides dejar la puerta entreabierta, HOMBRE!



Si los hombres equivocados siempre te encuentran
es porque das las señales equivocadas.

LA ESPERA

Un día tras otro lo mismo...
Te levantas por las mañanas (bastante tarde, por cierto), terminas las cuatro cosas que tienes pendientes y luego nada... ociosidad, aburrimiento, matar el tiempo (o más bien, perderlo), la espera... un vacío interminable que parece no tener fin y que te atrapa cruelmente recordándote a cada momento lo simple que es la existencia.
La disconformidad del ser humano. Si tenemos muchas obligaciones nos quejamos por la falta de tiempo para disfrutar. Si nos sobran horas y horas sentimos que estamos perdiéndonos algo y que no servimos para nada. Pero ¿qué es mejor? Yo no lo sé. Mi vida transcurre en la segunda situación y es agotador...
Sé que esto no es eterno, que algún día lo recordaré como algo ajeno, pero mientras tanto sigo esperando...


LA ESPERA

JORGE LUIS BORGES

El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invemáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer, los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: "Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación".
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia. El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que también lo eran de su vida anterior; Villari no las advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas, que no sea al trasluz una red de mínimas sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término, salvo que el diario, una mañana, trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer; ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo. Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas. Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante había una Divina Comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricable: pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villari entraban con revólveres en la pieza y lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños de temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo aguardarlo sin fin, o -y esto es quizá lo más verosímil- para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.


2 de octubre de 2008

ANNA

Cuando me muera,
me moriré sola.
Nadie morirá por mí.
Cuando esté dispuesta
te diré,
"Fynn, ponme de pie",
y miraré
y me reiré
alegremente.
Si me caigo,
es que ya he muerto.

Hace bastantes años, por recomendación de una amiga, decidí leer un libro cuyo título no es que llamara mucho mi atención, pero aún así comencé a leerlo.
El libro lleva como título Señor Dios, soy Anna. Hoy es uno de los libros que recuerdo con más cariño.

Tengo la suerte de tener una abuela a la que le encanta leer, de hecho, mi biblioteca particular ha pasado casi por entero por sus manos. Hace pocos meses le propuse que leyera la reveladora vida de Anna y así lo hizo. Se trata de una novela que cuenta con apenas 300 páginas y me sorprendió ver que mi abuela llevaba más de una semana leyéndola (es una persona que dedica muchas horas al día a la lectura, por lo que devora los libros). Decidí preguntarle que cómo iba la lectura, que si le gustaba, que si le quedaba mucho para terminarla. Me respondió: "Ya la he leído y estoy leyéndola otra vez porque me encanta este libro". La miré con una sonrisa y comenzamos a hablar sobre la historia.

Señor Dios, soy Anna
es una novela para emocionarse, para descubrir cosas y, sobre todo, para pensar (esto último creo que no es mucho del agrado de mi querida amiga Lucía Maga).
Os animo a disfrutar con ella.

Un editor inglés recibió un día la visita de un desconocido que traía un manuscrito. El desconocido era Fynn; el manuscrito, el libro que después se publicaría.
El autor (Fynn) quería saber si tenía algún mérito la historia de su amistad con Anna, pero no deseaba hablar mucho del asunto. Desde entonces se ha negado a dar conferencias de prensa o a revelar más detalles de los que figuran en su novela.
El éxito fue inmediato, y a la versión hecha en Estados Unidos siguió la francesa.
Así como El Principito conmovió a los lectores en los años cincuenta, así también Anna fascinará a todos aquellos que se animen a leer la novela.

Una noche Fynn encuentra a una niñita de cinco años que no quiere volver a su casa. Se la lleva a vivir con él y comienza para ambos una aventura en la que Anna suele ser la maestra y el muchacho el desconcertado discípulo. Juntos descubre la vida y la serie de posibilidades insospechadas que puede ofrecer a quienes sepan mirar con nuevos ojos.

Anna es una niña normal y traviesa, pero también tiene el material del que están hechos los seres excepcionales. Detrás de su esmirriada figura se oculta una mística, una filósofa, una matemática, una socióloga y una antropóloga. Lo más importante para ella es el "querido señor Dios", centro de todo su universo. Pero su Dios no tiene nada que ver con el que presentan las iglesias ni con ningún concepto tradicional. Lo más importante para ella no es saber las cosas sobre Dios, sino hacerse lo más parecida a Él que sea posible, y para lograrlo recorre junto a Fynn los más insospechados caminos.

He aquí un pequeño fragmento de la obra:

"Una vez terminada la cena y recogido todos los restos y sobrantes, Anna y yo nos dedicábamos a alguna actividad, que generalmente elegía ella. Los cuentos de hadas quedaban de lado como simples ficciones; vivir era real, interesante, y mucho mas divertido. La lectura de la biblia no resultaba muy satisfactoria. Anna la consideraba mas bien como una lectura elemental, estrictamente para niños muy pequeños. El mensaje de la Biblia era simple, y cualquiera que tuviera dos dedos de frente lo entendía en media hora escasa.
La religión era para hacer cosas. Una vez captado el mensaje, no servía de mucho volver una y otra vez sobre los mismo. El párroco de nuestro barrio se quedó de una pieza cuando habló con Anna de Dios.

La conversación fue así:
-¿Tú crees en Dios?
-Sí.
-¿Y sabes lo que es Dios?
-Sí.
-Bueno. ¿Qué es Dios?
-!Es Dios!
-¿Vas a la Iglesia?
-No.
-¿Por qué no?
-!Por que ya sé todo lo que hay que saber!
-¿Que es lo que sabes?
-Se amar al Señor Dios y amar a la gente y a los gatos y a los perros y a las arañas y a las flores y a los árboles – y la enumeración seguía y seguía - con todo mi corazón.

Carol me miró con una sonrisa. Stan puso cara de ausente y yo me metí a toda prisa un cigarrillo en la boca y me permití el lujo de toser un poco. No es mucho lo que se puede hacer frente a una acusación como ésa, ya que en el fondo de eso se trataba. (“Los locos y los niños...”). Anna había dejado de lado los detalles para destilar siglos de enseñanza en una sola declaración:

-Y Dios dijo ámame, ámalos y no te olvides de amarte a ti mismo también.

A Anna, toda la historia de que los adultos fueran a la iglesia le parecía muy sospechosa. La idea de una adoración colectiva chocaba con su necesidad de mantener conversaciones privadas con el Señor Dios. Y en cuanto a eso de ir a la iglesia a encontrarse con el Señor Dios, le parecía ridículo. Después de todo, si el Señor Dios no estaba en todas partes, no estaba en ningún lado. Para Anna, la presencia física en la iglesia y las charlas con el Señor Dios no tenían necesariamente ninguna relación. Para ella, todo el asunto era de una transparente simplicidad. Cuando uno era muy pequeñito, iba a la iglesia para enterarse del mensaje. Una vez lo conocía, se iba y comenzaba a practicar lo que había aprendido. Si uno seguía yendo a la iglesia era porque no había recibido el mensaje, porque no lo había entendido, o simplemente por hacer alarde...”

“...Me imagino que las palabras que mas utilizaba Anna cuando escribía y hablabla eran “Señor Dios”. Las que les pisaban los talones eran las que Anna llamaba palabras “de preguntar”. “Qué”, “cuál”, “dónde”, “por qué”, “quién”, todas ellas eran palabras de preguntar. Además de palabras de preguntar, había palabras de contestar; esas eran las palabras que indicaban algo, que señalaban algo. No era cuestión de señalar con el dedo; se señalaba con la lengua diciendo: “Eso”, “este”, “ahí”, “porque”, “yo”, (o “tú” o “el Señor Dios”).

En general, Anna estaba convencida de que el lenguaje mismo se podía dividir en dos partes: la parte de preguntar y la parte de contestar. De las dos, la parte de preguntar era la mas importante. La parte de contestar daba ciertas satisfacciones, pero no era tan importante como la parte de preguntar, ni con mucho. Las preguntas era una especie de picazón interna, una urgencia de avanzar. Las preguntas, pero las preguntas de verdad, tenían una peculiaridad; jugar con ellas era peligroso, pero emocionante. Nunca se sabía donde podía uno ir a parar.
Ese era el problema de algunos sitios como la escuela y la iglesia; parecía que de las partes del lenguaje, les interesaba más la de contestar que la de preguntar...”

Señor Dios, soy Anna , Fynn
Editorial Colins, Londres, 1974

Para descargar el libro, el siguiente enlace.